lunes, 11 de febrero de 2013

EL PIANO

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Ella deseó estar viva de nuevo. Remover el hastiado y deprimente mundo que la rodeaba. Su vida se había convertido en una larga y aburrida lista de convencionalismos. Necesitaba, urgentemente, un revulsivo. Algo a lo que aferrarse si le fallaban las fuerzas.
Y entonces lo compró. Un desgastado y clasico piano Petrof de segunda mano. De madera noble. Cuando se lo trajeron encontró el rincón perfecto junto a la ventana que daba al patio interior. Se sentó en la banqueta y comenzó a acariciarlo delicadamente. Enseguida percibió el aroma a tabaco rancio, sudor y alcohol destilado. Le habían comentado que habia estado 25 años de servicio en un viejo bar a las afueras de Budapest. Y no se sabe como acabó en un mercadillo de segunda mano en un rastrillo de Sevilla. Fue donde ella tuvo el flechazo. El piano era una excusa. Lo importante era saber que el bohemio y apuesto vendedor se había ofrecido a afinarselo en casa. Ella fingió tener olvidadas sus antiguas clases de piano. Él se ofreció, desinteresadamente, a darle algunas clases para ponerla al día.
Pero los días pasaban y no aparecía el misterioso vendedor. Una tarde, al salir de casa, se lo tropezó en el descansillo. Estaba apunto de llamar a la puerta. Ella mostró desinterés y fingida prisa. Pero él insitió en que no podía ser otro día. Finalmente, ella accedió y se quedó. Tan pronto estuvieron a solas, junto al piano, él afinándolo y ella observándolo, despertaron unos instintos apagados y escondidos. Esos que se habían quedado, a través de los años, incrustados en la madera del viejo piano. Comenzó, a tocar una melodía. Ella se alejo, discretamente, a por una botella de vino y dos copas. Era como si algo o alguien hubiera tomado posesión de su cuerpo. Todo le resultaba tan familiar. 
Descorchó la botella y llenó las copas. Al acabar el tema brindaron. Con el efusivo brindis, unas pocas gotas, de vino, calleron sobre las teclas del piano. Casi, al unísono, sus manos chocaron al ir a limpiarlas. Y así las dejaron. Su mano sobre la de ella. En silencio. Ella sintió un fuego entre sus piernas al notar el calor de su respiración cerca de su cuello. Y percibió como sus rodillas se doblaban para acabar sentada sobre las piernas de él. Se dejó acariciar la espalda, la cintura, las caderas. Sus bocas jadeaban la una junto a la otra. Sus labios se rozaron, como tanteándose, como retándose. Y en un rápido gesto él la sentó sobre las teclas y comenzó a desnudarla. Ella se dejaba hacer. Languidecía a cada caricia, a cada roce. Se deshizo de la camisa, botón a botón, de la falda, de sus braguitas. Ella esperaba, expuesta, la llegada de la ola de placer. Él hundió su rostro entre sus piernas y la saboreó centimetro a centímetro. Vacio parte de la copa de vino sobre su sexo y siguió degustando el exquisito manjar de su elixir. Con cada movimiento brotaban extrañas notas del piano. Comenzó a tocarlo mientras la acariciaba. Bebió de ella hasta saciarse. Se pasaron la noche amándose. Reconociéndose en cada caricia, en cada gemido.

Al amanecer, la dejó dormida sobre el piano.  Acercó los labios a su dulce cuello y la besó. Al alejarse le susurró al oido:  
- Hol voltál ennyi év az én kis Gertrud?
 (¿Donde has estado todos estos años mi pequeña Gertrud?)

Se dirigió, entonces, hacia la puerta, y al girar lentamente el pomo para no despertarla, justo antes de cerrar, la escucho en un gemido:
- Már él az álmaidban, szerelmem 
(Habitando en tus sueños, amor mio)....

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