El cielo oscureció, de repente. Todo
quedó en silencio. Una leve brisa helada azotaba los árboles del páramo. Los
pájaros callaron y una negra bruma nos fue rodeando lentamente. Nos
apretujábamos, los unos a los otros, buscando calor, buscando consuelo en medio
de aquel misterioso lugar. La tierra tembló, desde las entrañas y comenzaron a
caer rayos alrededor de nosotros. Era como si el mismísimo Lucifer nos
estuviese torturando. Jugando con nosotros como muñequitos rotos y desgastados.
El aire se hacía insoportablemente irrespirable. Avancé y me alejé del resto.
Cansada , ya, de esperar una muerte segura. Decidida en ir a buscarla antes de
que ella me encontrara. Morir, si. Pero luchando.
Loca, me llamaban. Si loca. Con los ojos
inyectados en sangre y con las garras preparadas para luchar. Pero la muerte no
me encontró. A lo lejos oía las voces, al principio, y los gritos y alaridos de
terror, después. Ciega en medio de la oscuridad, con el corazón desbocado a
punto de salirse de mi pecho. Sudando de terror, pero viva. Seguía viva. Y la
angustia de la espera comenzó a atenazarme el pecho. Tenía que serenarme. No le
des al diablo el gusto de ver el miedo en tus ojos. No le des al diablo el
gusto de ver el miedo en tus ojos. No le des al diablo...
Entonces caí. Sin darme cuenta llegué a una
especie de precipicio y caí. No recuerdo cuánto tiempo estuve suspendida en el
aire. Pero para mi fueron horas. Y un golpe helado de agua me despertó. Y me
hundí en lo más profundo. Bajando cada vez más. Y pensé que era mi fin. Por
fin.... pero no. No lo fue.
No le des al diablo el gusto de ver el miedo
en tus ojos. No le des al diablo el gusto de ver el miedo en tus ojos.... Y fue, entonces, cuando él me encontró.