sábado, 23 de marzo de 2013

ENCADENADOS


Siempre lo supe. Desde pequeña. Me apasionaba castigar, fustigar, aterrorizar a todo bicho viviente que cayera en mis manos. Con los años me fui perfeccionando en el arte de la tortura. Me volví mas selectiva pero no menos cruel.  Nada de escenas dantescas. Entendía que existían muchas formas de tortura. Muchas de ellas sin el uso de la violencia. La crueldad erótica se convirtió en mi pasión. Pero tenía un problema. La mayoría de mis amantes no soportaban durante mucho tiempo mi divertida y amenazante compañía. Así transcurrieron muchos años de mi vida.
Cercanos ya los cuarenta años, una hastía tarde de domingo, paseando entre los puestos de la feria del libro lo conocí. Hashîm era representante de una editorial arabe y me ofreció unos ejemplares de poesía erótica arabe. Me sorprendió su mente abierta y deshinibida con el tema. La charla se fue alargando y los puestos de la feria comenzaban a cerrar y me invitó a continuar en un café cercano a la plaza.
Hashîm era un hombre culto, de gustos refinados. Cada gesto, cada palabra me invitaba más a conocerlo en otras circunstancias. Como por ejemplo con grilletes y los ojos vendados en mi cama. Deseché ese pensamiento inoportuno. Muchas veces, cuando conocía a un nuevo hombre, mi cara reflejaba mis pensamientos más calientes y no me daba tiempo de llevarlos a mis aposentos. El café cerró y seguíamos dentro. Con un elegante gesto llamó al camarero y pidió la cuenta. Tras un discusión sobre quien pagaba nos fuimos del local. Cuando me disponía a ser una chica buena y decente y despedirme de Hashîm con un casto y decoroso beso en la mejilla, me sorprendió empujandome contra un portal y devorando mi boca. Sus labios eran como un caramelo dulce que se derretía en mi lengua Y sus manos firmes  agarraban mi cara para asegurarse de que no escapara de sus dominios. Me susurró al oido que tenía unas historias muy interesantes que llevar a la práctica y mi lado perverso se relamía de tal manera que mis pasadizos secretos humedecieron hasta que las paredes chorrearon....
Me invitó a su hotel pero yo sugerí mi casa, que estaba a unos siete manzanas andando. Quería moverme por terreno seguro. Además alli estaba toda mi artillería pesada. La subida al quinto piso se hizo eterna. En cada rellano, en cada escalón jadeabamos, nos tocabamos y saboreabamos.
Mi piso, en mudanza permanente, estaba medio vacio. Lleno de cajas. A él le hizo gracia, me decia que le encantaban las mujeres poco preocupadas por la decoración. Bien por mi, pensé. Lo invité a pasar a mi cuarto. Su cara dibujó una sonrisa al ver mis "juguetes" y "herramientas de tortura" colgados por las paredes.

- Tu y yo hablamos el mismo lenguaje mi dulce y perversa Cristina.- dijo con un tono frio y maquiavelico que me dejó helada- pero  nunca me gusta ceder el control, preciosa...

En un rápido gesto atrapó mi pelo con una mano mientras, con la otra, agarraba mi mentón obligándome a mirarle. Jadeo cerca de mi boca y comenzó con un beso largo y profundo. Recreándose en  cada rincón. Me obligó a agacharme y a ponerme de rodillas. Todo aquello era nuevo para mi. Me desconcertaba ceder el control. Pero a la vez sentía curiosidad. Y decidí dejarme llevar.
Se arrodilló a mi lado y comenzó a desvestirme. Frente a frente. Abrió un cajón de la comoda y descubrió algo de mi lencería. Escogió a su gusto. Me ordenó que me levantara y que me la pusiera. Me excitaba verle mirarme,implacable y frio. Una vez vestida, me llevó hacía la cama con las dos manos atrapadas a la espalda. Me esposó a cada esquina de la cama. Y quedé vulnerable a sus ojos.  Expuesta a su voluntad. Pero no sentía miedo. Avanzó por el cuarto. Observando mis juguetes colgados en las paredes. Parándose ante cada uno de ellos y mirándome, después, divertido. Le suplicaba que me soltase. Pero era puro teatro nada más. Quería tantearle.  Me dijo que disfrutaba viendome atada. Escogió, finalmente, un latígo de piel de ante y una fusta de cuero. El mango del látigo tenía forma fálica. Lo empapó, lentamente, con su lengua. Centimetro a centímetro. Mientras me miraba lascivamente. Comenzó a pasearlo por mi cuerpo. Bajó los tiros del sujetador de cuero y paseó las tiras de ante por mis senos. Me estremecí. Atrapó, violentamente, uno de ellos con las manos. Mientras me besaba y jadeaba a la boca. Cuando el beso iba a más profundo se alejaba, torturándome, martirizándome. Yo jadeaba inclinando la cabeza, buscándole. Él reía y volvía a pellizar mi pezón. Volvió a lamer el mango del latigo. Y bajó, despacio por mi cuerpo hasta llegar a mi clitoris. Agachó la cabeza y comenzó a jugar con el. Sin prisa, una lenta y agonizante condena. Eso era lo que me esperaba. Levantaba, inutilmente, mi pelvis, en busca de su boca. Y una y otra vez me la negaba. Con el mango comenzó a jugar a la entrada de la vagina. Mojándolo con mis fluidos. Y comenzó a introducirlo. Agarró, entonces, la fusta de cuero. Y comenzó a golpear suavemente mis pezones. Me convulsionaba a cada toque, era una descarga brutal. Jadeaba, lloraba. Y él reía, se relamía como un depredador a punto de devorar a su presa, tras jugar con ella toda la noche.  Estaba a punto de llegar al orgasmo pero sacó el mango bruscamente. Dejándome tan sola y desamparada. Tan vulnerable que unas lágrimas brotaron sin control por mis mejillas. Eso lo desconcertó. Y lo hizo decidirse a parar y observarme. Se desvistió y se tumbó a mi lado. Me quitó los restos de la ropa que llevaba encima. Besó mis lagrimas y comenzó a hablarme dulcemente en lo que yo, supuse,  era árabe. Comenzó de nuevo a besarme lenta y dolorosamente. Me susurró al oido: 

- Dejame disfrutar del control un poco más. No te arrepentirás preciosa... no sufras... dejate llevar...

Me tapó los ojos con su mano mientras me abria las piernas con la otra. Note algo frío que entraba dentro de mi. Pero en lugar de tensarme, de negarme a sentir... decidí relajarme. Me obligué a no mirar. Ceder el control definitivamente. Él sintió ese cambio en mi cuerpo, sintió como mis músculos se relajaban y sacó el objeto de mi vagina. Me quitó los grilletes de los pies y comenzó a devorar mi sexo. Agarrándome con ambas manos por la espalda, arqueándome para poder deleitarse más. Jugó e hizo lo que quiso conmigo. Una sensual y lenta agonía de lujuria. Se alejó unos instantes y volvió con la fusta. Me desató las manos. Me hizo ponerme de espaldas y comenzó a subir con su humeda lengua por mis piernas. Hasta llegar a las nalgas. Tan pronto me acariciaba como me fustigaba, dulcemente salvaje. Continuó hasta que no pudo más y abriendo mis piernas se introdujo dentro de mi. De un solo golpe, haciendo que saliese de mi boca un jadeo brutal. Y comenzó a entrar y salir de mi cuerpo con fuerza, con energía. La tensión de la noche me hizo deshacerme y el orgasmo acabó por llegar y permanecer durante largo rato. Y, finalmente, él me pidió acabar en mi boca. El placer de complacerle y ese sabor en mis labios desató en mi un inesperado deseo de tomar el control. Pero me contuve, le dejé hacer e irse, entrando y saliendo de mi boca agarrandome el pelo de forma salvaje. Salió de mi boca y me contempló, complacido y orgulloso. Me besó el pelo. Se vistió, lentamente, sin dejar de mirarme. Se alejó de mi para desaparecer por la puerta. Dejándome con mis pensamientos, con mi agonía, en la fría y vacía cama. 
No volví a saber más de él hasta una mañana, meses después. Al salir de casa, descubrí en el felpudo de mi puerta un ejemplar de una novela. "Mi ama domada" por Hashîm Jemarne. Y entre las páginas una nota escrita en árabe y en una pequeña esquina del papel, la traducción:

وتلك الليلة، حبي الحلو، وتدرس لك هذا منقاد المتواضع، وقوة التواضع. كما بأمان الركوع والقيمة. لك إلى الأبد ... هاشم

(Y esa noche, mi dulce ama, le enseñaste a este siervo sumiso, el poder de la humildad. Como doblegarse con elegancia y valor. Tuyo para siempre Hashîm...)

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